Al noroeste de nuestro país hay una tierra casi mágica, llena de
sorpresas: los Valles Calchaquíes. Allí en el medio de las montañas, los
bosques y los pastizales, vivía Huachi, el jefe de las tribus, el mejor cazador
de la región. Él conocía el lugar como la palma de su mano. Huachi solía llevar
a su hijo mayor, Rakuy, para enseñarle los secretos de su habilidad para cazar
guanacos.
Ese día, como hacían siempre, Hauchi
y Rakuy, hicieron su ofrenda a la Pachamama, para que los protegiera y les
permitiera cazar lo suficiente para su pueblo. Antes de terminar la ceremonia
se les apareció la mismísima Madre Tierra y les pidió que solo cazaran un
guanaco macho por día y que si no cumplían los castigaría. No maten por matar les ordenó.
Sorprendidos, padre e hijo juraron cumplir el deseo de la
Pachamama. Esa misma noche, mientras dormían protegidos del frío, un extraño
ruido despertó a Huachi. Vio entre los arbustos al guanaco más grande y
hermoso. Olvidándose de la promesa, dejó durmiendo a su hijo y comenzó a
perseguirlo con el deseo de cazarlo. Entre las sombras lo persiguió por largo
rato, pero Huachi no pudo cazarlo. Era la primera vez que no podía cazar un
guanaco.
Decepcionado regresó al refugio donde
dormía su hijo. Pero al llegar vio con tristeza y desesperación que su hijo no
estaba. Huachi lo buscó por los cerros y quebradas, llamándolo sin cesar. Al
ver que no lo encontraba, al amanecer regresó a la aldea por ayuda. Pasó el
tiempo y el muchacho nunca más volvió. Tampoco Huachi volvió a cazar.
La tristeza nunca lo abandonó, se
culpaba por no haber cumplido el mandato de la Madre Tierra.
Una tarde de sol, mientras recorría la montaña junto con otros cazadores, los cubrió una espesa niebla y se refugiaron. Huachi pudo ver a un guanaco completamente blanco que llevaba como jinete a su hijo Rakuy, el rey de los guanacos. La montaña, desde entonces es su reino y, de vez en cuando, algunos cazadores cuentan haberlo visto liderar la manada.
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